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El arte inútil de subrayar por el placer de leer

Este artículo reflexiona sobre cómo la cultura de la productividad ha invadido incluso nuestras librerías y propone un gesto simple pero subversivo: leer despacio, subrayar sin razón y devolver al libro su desorden vivo e imprevisible.

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Entro en una librería de segunda mano y hojeo un volumen desbordado de fosforescencias verdes y rosas. Líneas gruesas subrayan conceptos clave, flechas apuntan definiciones, corchetes abrazan párrafos enteros como si fuesen rehenes. El lector anterior no dejó un rastro íntimo, dejó un mapa de productividad: esto sirve, esto no, esto puede citarse mañana en Twitter, aquello puede adornar una presentación. Cierro el libro y pienso que un marcador fluorescente puede ser tan agresivo como un sello corporativo, que incluso la lectura se ha convertido en un brazo más de la industria del rendimiento.

La aplicación

que contabiliza pasos ha encontrado su espejo en la aplicación que contabiliza páginas. No es casual: vivimos persuadidos de que todo debe medirse, incluso la distracción. Nos presentan el desafío de cincuenta novelas al año, el reto de mil páginas mensuales, la medalla que premia al lector “disciplinado”. El ritmo acelerado de consumo se disfraza de cultura de alto desempeño y, en el proceso, el silencio del encuentro con un libro se contamina de ansiedad. El texto se convierte en un trofeo, la experiencia en una lista de tareas por tachar.

Sin embargo, hay un gesto subversivo al alcance de cualquiera: subrayar sin objetivo. No se trata de desterrar el lápiz, sino de recuperarlo para un uso casi supersticioso. Un trazo que no apunta a ser citado en una reunión, un subrayado que no persigue la síntesis de la idea, sino la vibración de un instante. Esa marca improvisada es la cicatriz de la lectura lenta. Está ahí no para recordar una teoría, sino para recordar que estuve vivo en esa página. No busca ahorrar tiempo, sino gastarlo.

Conviene recordar que la lectura, durante siglos, fue un acto tan disperso como introspectivo. Los monjes medievales garabateaban los márgenes con glosas que eran preguntas, exclamaciones o bromas privadas. Nadie esperaba convertir esas notas en presentaciones. El margen era un espacio de conversación íntima, no un repositorio de métricas. Cuando la imprenta popularizó el libro, el lector siguió dejando marcas idiosincráticas: doblaba esquinas, tachaba palabras, derramaba vino. El papel aceptaba la mancha como parte de su destino. Hoy, la pantalla promete pureza inmaculada y borra la huella del cuerpo que lee.

Lo productivo ha colonizado incluso las librerías. Aparecen etiquetas como “lecturas de alto impacto”, “libros que multiplican tu eficiencia”, “ensayos que potencian tu liderazgo”. Las estanterías parecen un gimnasio mental donde cada tomo promete músculos cognitivos. La metáfora es tentadora, pero el resultado es una cultura que glorifica la velocidad y penaliza la detención. Leer se vuelve equivalente a correr en una cinta: se mide en kilómetros de palabras, en calorías de citas.

Pero existe un placer clandestino en la lentitud. Consiste en detenerse más de la cuenta en una frase, permitir que un adverbio se derrame en la memoria como una gota espesa. Eso no produce un tuit ingenioso ni un dato aprovechable en un informe, pero produce algo más valioso: un temblor. Ese temblor confirma que la literatura no se somete a la lógica del uso inmediato. Uno lee no para ganar, sino para extraviarse. Y en ese extravío se aprende lo que no cabe en un gráfico de barras.

He conservado viejos cuadernos llenos de subrayados inútiles. Delante de cada línea no existe explicación; solo un eco que me obliga a aceptar la fragilidad de mi memoria. Vuelvo sobre ellos y compruebo que el contexto se ha evaporado. ¿Por qué destaqué ese adjetivo? ¿Por qué rodeé con un círculo aquella metáfora? El enigma es parte del testimonio. Demuestra que, en ese momento, ninguna métrica gobernaba mi gesto. No hay productividad que rescatar, solo un destello congelado.

La retórica empresarial dirá que incluso el ocio alimenta la creatividad, que todo tiempo libre es inversión, que el descanso es estrategia de innovación. Así recluta la pausa y la pone a trabajar. Contra esa apropiación, subrayo la inutilidad como valor en sí mismo. Ser inútil productivamente significa sostener un verso entre los labios sin anotarlo, dejar que una imagen revuelva la imaginación sin buscar aplicación práctica. Defender la inutilidad es defender la opacidad, la zona inexplorable de la experiencia que escapa al escáner de los algoritmos.

Hay quien teme que esta postura conduzca a la ignorancia o al elitismo. En realidad, conduce a la complejidad. Leer sin objetivo no significa leer sin rigor, sino aceptar que el rigor no se mide en resultados cuantificables. Significa renunciar a la ilusión de que el texto debe rendir cuentas. Cuando la lectura deja de ser rentable se convierte en un laboratorio donde la consciencia se expande sin supervisor, un espacio donde la ambigüedad se vuelve fértil.

Quizá por eso un libro muy subrayado de forma arbitraria posee un aura especial. Cuando cae en mis manos me siento heredero de un secreto. Cada línea torcida es un guiño que atraviesa años y geografías. Otros lectores menos indulgentes protestarán: “Esto arruina la pureza del ejemplar”. Yo respondo que la pureza del libro no está en la virginidad de su papel, sino en la capacidad de alojar huellas. Un volumen intacto puede ser elegante, pero un volumen lleno de cicatrices es un archivo de vidas.

Invito entonces a todos los lectores a practicar la revuelta del subrayado inútil. Usemos el color para confundir, no para ordenar. Rayemos frases que no entendemos, pintemos palabras que tal vez nunca recordaremos. Hagamos del libro un territorio que resista la lógica del motor de búsqueda. Cuando otro lector descubra esas señales sin sentido, tal vez se pregunte quién era ese demente que marcaba adverbios irrelevantes. Tal vez reconozca la complicidad. Tal vez no le importe nada. Todas las opciones son válidas, porque el corazón de la lectura no late al ritmo de la productividad, sino al ritmo del desorden productivo de la experiencia.

La próxima vez que abras un libro y sientas la tentación de medir tu avance, recuerda que cada página puede ser un callejón sin salida y eso está bien. Recuerda que un subrayado inútil es una forma de decir aquí estuve, aunque

nadie lo sepa jamás. Y cuando cierres el volumen sin haber ganado ni un solo dato aprovechable, podrás sonreír: en esa pérdida de tiempo has recuperado algo que los algoritmos nunca sabrán valorar, la libertad de leer por el puro placer de perderse.


Gabriel Montes escribe sobre literatura contemporánea con la mirada puesta en cómo los libros se cruzan con la vida diaria. Le interesa la narrativa en español y disfruta de encontrar en las novelas las mismas preguntas que surgen en la calle o en una conversación cualquiera. Vive en Barcelona y lleva tiempo colaborando con revistas culturales. Su estilo es claro y cercano, más de lector curioso que de crítico distante.



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