Logo Edition Logo

El duelo eterno entre James Joyce y Virginia Woolf por el alma de la novela moderna

Un recorrido por las visiones enfrentadas de Virginia Woolf y James Joyce, dos autores que revolucionaron la manera de representar la conciencia y transformaron para siempre la novela modernista.

Publicado en
Edición inglesa
Edición española
Edición francesa
Edición italiana

Virginia Woolf nunca conoció a James Joyce en persona, pero durante más de un siglo han rivalizado en la mente de críticos y lectores que intentan decidir cuál de los dos dio forma más plena al torrente de la vida interior que se convirtió en el sello de la literatura modernista. El duelo resulta atractivo porque sus carreras transcurrieron por líneas paralelas que casi se tocan. Él publicó Ulysses en febrero de 1922 tras una década de revisiones y turbias negociaciones con la censura; ella lanzó Mrs Dalloway tres años después, seguida de To the Lighthouse en 1927 y The Waves en 1931. Ambos escritores rompieron con el realismo victoriano al desechar la descripción omnisciente del escenario y dejar que los pensamientos vagaran casi sin puntuación por la página. Los dos tomaban notas con voracidad, caminaban sin descanso por sus respectivas ciudades y compartían la misma impaciencia ante la ficción moralizante. Sin embargo, tras esa consanguinidad superficial se oculta un contraste tan marcado como las casas georgianas de Dublín frente a las plazas diáfanas de Bloomsbury. Joyce forzó el lenguaje hasta convertirlo en una enciclopedia de sonidos, jerga y mitos que secuestra la atención del lector con una densidad brutal. Woolf, en cambio, persuadió al lenguaje para que actuara como una membrana traslúcida entre el yo y el mundo, confiando en la cadencia, el ritmo y la sutileza para transmitir significado de la misma forma en que un velo delgado puede hacer un rostro más intrigante que un foco directo. Esa diferencia sigue alimentando el debate sobre si la mayor ambición del flujo de la conciencia debería ser la exhaustividad o la claridad.

Al releerlos en 2025, se advierte cómo cada autor anticipó las plataformas donde hoy se acumulan nuestros propios desordenes mentales. Las páginas de Joyce se leen como una aplicación de mensajería caótica que nunca cierra un hilo antes de abrir tres más; notificaciones de épica homérica, política irlandesa y humor corporal compiten por el protagonismo. La prosa de Woolf, en cambio, se parece a un feed cuidadosamente curado donde las digresiones espiralan sin perder apenas elegancia; el algoritmo, si se le puede llamar así, prioriza la resonancia emocional por encima de la sobrecarga informativa. El contraste sugiere dos filosofías rivales de la atención. Joyce parece sostener que la mente es ingobernable y que el arte debe reflejar esa anarquía para alcanzar la autenticidad. Woolf argumenta que la mente es porosa pero potencialmente armoniosa, capaz de tamizar el caos hasta convertirlo en un patrón mediante actos de percepción instante a instante. En una era de desplazamiento compensatorio, la pregunta resulta dolorosamente vigente: ¿debe la escritura enseñarnos a surfear el ruido mental o a esculpirlo?

Los críticos suelen enfrentar Ulysses con Mrs Dalloway porque ambos condensan el tiempo épico en un solo día. Esa simetría oculta una oposición más profunda. Joyce adopta la estructura de la Odisea de Homero para elevar a ciudadanos dublineses corrientes a proporciones míticas; Woolf reduce el marco de la épica clásica para contemplar a una sola anfitriona comprando flores y emplea esos pétalos de acción para desplegar un cosmos de recuerdos. Su enfoque es centrífugo, estallando desde el desayuno de Bloom hacia el nacimiento del inglés y la caída de imperios. El de ella es centrípeto, atrayendo la historia, el trauma bélico y las ansiedades de clase hacia el interior hasta que brillan tenuemente alrededor de la duda de Clarissa Dalloway sobre si la fiesta tendrá éxito. Cuando los estudiantes se quejan de que “no sucede nada” en Woolf, la respuesta es que todo sucede en el hueco entre la experiencia y la conciencia. Cuando protestan de que “pasa demasiado” en Joyce, se les explica que él quería comprimir una biblioteca en un solo día humano. Un libro pone a prueba la tolerancia del lector ante la ausencia, el otro ante el exceso.

El estilo agudiza estos puntos filosóficos. Las oraciones de Joyce se estiran y retuercen, inventan cultismos, omiten signos de puntuación o los amontonan en arrebatos maníacos. El resultado es musical pero también violento, una demostración de fuerza lingüística que puede intimidar a los neófitos. Las frases de Woolf fluyen, sin forzar al lector, sino atrayéndolo hacia remolinos de emoción inesperados. Ella deja que un punto y coma respire donde Joyce apilaría dos rayas y un chascarrillo. El debate adquiere un matiz ético. ¿Debe un novelista al lector la accesibilidad o es el rigor una tasa justa por asomarse al interior de otra mente? Woolf confesó en su diario que consideraba Ulysses un revoltijo “analfabeto” para luego reconocer su genialidad. Joyce nunca reseñó a Woolf, pero al final de su vida le dijo a un amigo que las mujeres no podían soportar la “obscenidad” con la valentía que él mostraba. Las pullas revelan cómo las cuestiones de estilo se filtran en la política de género. Las superficies diáfanas de Woolf fueron durante mucho tiempo descartadas como “femeninas”, eufemismo de secundarias, mientras que el maximalismo de Joyce desfilaba bajo el estandarte del genio masculino. Hoy el péndulo no deja de oscilar: algunos estudiosos ensalzan la sutileza de Woolf como el gesto más radical, sosteniendo que describir el clima interior con precisión es más difícil que carpetear la prosa con erudición. Otros insisten en que la heteroglosia de Joyce anticipó el posmodernismo y sigue sin parangón.

Una forma de medir su legado es observar la ficción contemporánea que los cita como antecesores. Las novelas collage de David Mitchell, la pirotecnia lingüística de Marlon James y los diarios autoficcionales de Sheila Heti apuntan al apetito de Joyce por la forma sin límites. Al mismo tiempo, las devastaciones silenciosas del cuarteto estacional de Ali Smith o los narradores introspectivos de Yiyun Li deben más a la convicción de Woolf de que el acto más político es detallar la conciencia con honestidad. Sin embargo, hay polinización cruzada. Ocean Vuong combina la interioridad lírica con súbitos saltos léxicos que recuerdan a Joyce, mientras que la trilogía esbozada de Rachel Cusk demuestra que dar espacio a los personajes para


Gabriel Montes escribe sobre literatura contemporánea con la mirada puesta en cómo los libros se cruzan con la vida diaria. Le interesa la narrativa en español y disfruta de encontrar en las novelas las mismas preguntas que surgen en la calle o en una conversación cualquiera. Vive en Barcelona y lleva tiempo colaborando con revistas culturales. Su estilo es claro y cercano, más de lector curioso que de crítico distante.



keyboard_arrow_up