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La metamorfosis: Análisis psicológico de Gregor Samsa

Un recorrido por las emociones, miedos y transformaciones internas que vive Gregor Samsa tras su inesperada metamorfosis. Una lectura que desentraña la ansiedad, la culpa y el aislamiento que atraviesan la obra de Kafka.

Publicado en
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Te despiertas y el cuerpo ya no te pertenece. Así plantea Kafka el problema, no como fantasía sino como sacudida. El primer impulso no es el terror por haberse convertido en un insecto monstruoso, es el pánico por la oficina. Gregor Samsa teme perder el tren, la llegada del apoderado, la justificación del retraso. Leída psicológicamente, es una apertura de manual sobre la ansiedad: la mente se aferra a la rutina y al deber mientras lo demás se derrumba. La metamorfosis no es una aventura, es un síntoma. El relato observa qué pasa en una casa cuando quien sostenía el peso ya no puede hacerlo y escucha un susurro común a muchas familias: el amor existe, pero la dependencia trae a menudo vergüenza.

La primera voz en análisis es la de Gregor. Ordenada, compulsiva, siempre en negociación con el día. Narra su propio cuerpo como un recorrido de obstáculos: la espalda rígida, las patitas, la dificultad para girar la llave. Ese fijarse en la mecánica es una estrategia común cuando sube el pánico. Ante una amenaza sin nombre, la mente emigra a las tareas minúsculas. Si logro hacer saltar el pestillo cojo el tren, si cojo el tren sigo siendo el de ayer. Debajo de los recados hay un miedo más hondo: que la identidad haya sido un contrato firmado con el trabajo y la familia, no una elección propia. Gregor no piensa soy imposible de amar, piensa voy tarde. La forma es burocrática. El contenido es desesperación.

La ansiedad vive en la página como sonido y como espacio. Kafka nos da puertas, tres, y un pasillo. La familia al principio no entra, habla a través de la madera. Psicológicamente las puertas no son solo barreras, son instrumentos de control. Las voces al otro lado se convierten en un coro de superyoes: la madre suplica, el padre ordena, el apoderado acusa. Gregor escucha y no puede responder en lengua humana. Descubre que su voz son chirridos y siseos. Es más que horror corporal. Es la sensación de muchos en crisis: el lenguaje en el que confiabas ya no lleva significado de un lado a otro de la habitación. La depresión hace esto cuando adormece la boca. La emoción está viva dentro, y lo que sale es ruido.

La vergüenza llega pronto y no se va. El primer gesto de Gregor es esconderse bajo la sábana. Cubre el cuerpo insecto como quien, en un episodio depresivo, se tapa con la manta para tapar el día. Esconderse no es solo evitar el asco ajeno, es pedir que le ahorren el espejo. Aquí nace un círculo cruel. Cuanto más se esconde, menos pueden los otros tratarlo como persona; cuanto menos lo tratan como persona, más se esconde. Muchos lectores reconocen este circuito en la enfermedad, el duelo o el agotamiento. No te vuelves invisible con una sola decisión. Ocurre centímetro a centímetro con cada conversación aplazada y cada puerta que no se abre.

El trabajo está en el libro como una divinidad. El empleado de la empresa llega a casa no como un jefe con papeles, sino como figura de juicio. El temor de Gregor no es ser despedido, es decepcionar a un sistema que ha absorbido su autoestima. Ha sido quien mantiene, ha pagado las deudas, y ese papel se ha fundido con la idea de ser buen hijo. En el plano psicológico esa fusión es arriesgada. Cuando el valor personal se externaliza en el deber, un cuerpo que no rinde parece un fracaso moral. La forma insecto materializa ese temor. No parece enfermo ni cansado. Parece inadmisible, y el primer pensamiento es cómo reducir las molestias a la empresa.

El uniforme del padre merece un momento porque dice lo que el padre no logra decir. Tras la bancarrota, el padre vuelve a trabajar con una librea de empleado de banco. Botones, gorra, zapatos lustrados, todo ese brillo es una máscara contra la humillación. En la teoría de sistemas familiares prendas así suelen funcionar como armadura en una casa que ha perdido el equilibrio. La manzana que el padre arroja, que se incrusta en la espalda de Gregor y supura, es la herida psicológica más directa del libro. Es castigo, expulsión y rabia no resuelta en un solo gesto. La manzana queda bajo la piel como dolor crónico, recordatorio de que el regreso al orden se compró con violencia. Quien haya vivido un cambio de rol del sustentador en la familia reconocerá en esa escena el retumbar de reglas nuevas y resentimientos antiguos.

Grete, la hermana, empieza como cuidadora. Lleva comida, mueve muebles, lee el ambiente mejor que los otros. Pero el cuidado tiene vida media. Al principio alimenta a quien da y a quien recibe. Con el tiempo, cuando la condición no mejora, el cansancio se endurece en crítica. El arco de Grete sigue una trayectoria conocida: empatía, rutina, asco, renuncia. No la vuelve cruel por naturaleza, la vuelve humana bajo presión. También es una adolescente que está llegando a sí misma y la casa es demasiado pequeña para contener a la vez su crecimiento y la inmovilidad de Gregor. La escena del violín en la cena de los inquilinos es la última ternura. Gregor se mueve hacia la música como hacia un lenguaje perdido. Grete deja de ver a un hermano que aprecia su tocar y ve a un intruso que pone en riesgo la seguridad de todos. El giro duele porque es plausible. La intimidad no es un recurso perpetuo. Necesita aire y tiempo. En una casa apretada por deudas y miedo, la ternura se agota.

Hay una lectura desde la discapacidad que aclara la psicología sin quitar rareza. Si pensamos el cuerpo insecto como una discapacidad súbita o una enfermedad crónica, las respuestas de la familia entran en patrones conocidos: negación, breves impulsos de ayuda, reorganización de tareas, resentimiento por la pérdida de la vida normal, rabia vertida sobre quien ha cambiado porque es el más cercano. La mujer de la limpieza, que trata a Gregor como a


Oriol Puig se mueve entre la crónica y el ensayo literario. Le interesa cómo los relatos reflejan cambios sociales y emocionales, y lo cuenta con un lenguaje sencillo que invita a descubrir nuevos títulos. Vive en Barcelona y suele escribir como quien conversa, con la calma de quien quiere compartir un hallazgo antes que imponer una lección.



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